10 mayo, 2008

Mármol, que te quiero mármol

Cada vez más cerca del oxímoron, la vicepresidenta del Gobierno avanzó en su rueda de prensa de ayer la buena nueva de la laicidad, que está llamada a ser la Ley de Memoria Histórica de esta legislatura, un avance hacia el laicismo cuya función principal parece más bien buscar controversia con la iglesia y meter el dedo en el ojo a parte de la oposición; tener entretenido al personal a la manera de Alcibíades, cortándole la cola al perro para desviar la conversción de los asuntos de la gobernación de Atenas.

¿Y qué es la laicidad, si puede saberse? La vicepresidenta lo explicó con sus reconocidas dotes pedagógicas:
“Hay que proteger las creencias de todos, las de los católicos, por supuesto, pero también las de musulmanes, judíos o evangélicos, y las creencias de los que no creen”.
Uno ya sospechaba, querida vicepresidenta, que se em, peñaban ustede mucho en cultivar las ideas de quienes no las tienen. Proteger las creencias de los que no creen es un paso más en esta línea admirable de comportamiento. Déjeme que le haga una confesión personal. Soy desde hace décadas un individuo de esa especie que ustedes quieren proteger y no le encuentro la razón a tanto esfuerzo. Nunca me he sentido especie amenazada por mis 'creencias ateas' si me permite que me sume gozosamente a la neolengua que acuñó usted ayer ante la prensa. Ni siquiera en el franquismo, si es que puede decirse esto sin que sus partidarios le consideren a uno simpatizante de la dictadura. Verá, yo hice la mili en Ferrol, en 1973. Durante el periodo de instrucción, meses de noviembre y diciembre, en la formación de cada domingo para ir a misa, un suboficial mandaba dar un paso al frente a quienes no quisiéramos. Los objetores éramos siete de un total de 140, pero no recuerdo haberme sentido amenazado por mis creencias descreídas, mi admirada vicepresidenta.

Ya en este terreno confianzudo en el que estamos, permítame hablarle de mi héroe civil, un farmacéutico de quien usted no tendrá noticia. Se llamaba Salustiano de Orive y era un riojano de Briones que fue un ejemplar empresario bilbaíno entre los siglos XIX y XX. Tenía una farmacia en la calle Ascao cuya rebotica era puerto de tertulias literarias, centro de conspiraciones y sede no oficial del Partido Liberal. En aquella trastienda se gestó la rebelión por el impuesto de los huecos, que puso en pie de guerra contra el Ayuntamiento a todos los comerciantes del Casco Viejo, que en aquella época era tanto como decir todos los comerciantes de Bilbao.

Como empresario fue un creador cuya obra perdura todavía, porque él fue el inventor del famoso dentífrico ‘Licor del Polo’, que manufacturaba en su fábrica de Briones. No sólo fue inventor y fabricante, sino también distribuidor y publicista. Él mismo escribía los anuncios de su producto que luego mandaba insertar en los periódicos y alguno de ellos tenía verdadera gracia, como el que decía:

Al Polo fue Sisebuto
hace un año y ya no escribe.
¿Se habrá muerto de escorbuto
por no llevar el muy bruto

Licor del Polo de Orive?

Hace ya bastantes años, mi amigo Manuel Llano Gorostiza me enseñó una copia del testamento de Orive. Era de una coherencia ejemplar con su vida y su obra. Lo integraban una serie de cláusulas, la primera de las cuales decía taxativamente: “No creo en Dios ni en el Licor del Polo”.

Bueno, pues a mí me pasa lo mismo, vicepresidenta: no creo en Dios, ni en el Licor del Polo y le diré algo aún más fuerte: ni siquiera creo en el cambio climático, espero que no me tomen ustedes muy en cuenta esto último.