Entrega del Premio COVITE (Conclusión)
Pie de foto: Pilar Elías durante la entrega del premio a Florencio Domínguez.
El comentario de ayer corresponde a la introducción del acto de entrega del premio que tuvo lugar a mediodía de ayer en el palacio Miramar, de San Sebastián, en una presentación que corrió a cargo del blogmaster. Reproduzco hoy el resto de sus palabras, con las que presentó al resto de los intervinientes en el acto:
A continuación se va a desarrollar el acto de la entrega del premio, propiamente dicho. Estaba previsto que hoy interviniera en primer lugar el presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, Juan Luis Ibarra Robles. Lamentablemente, asuntos de su ministerio le han obligado a viajar hoy en Valladolid para asistir a una reunión de jueces. Sus palabras, que ha dejado por escrito, van a ser leídas por Javier Urquizu, miembro de la Junta de Covite, hijo de José María Urquizu Goyogana, teniente coronel de Sanidad, asesinado en la farmacia familiar de Durango el 13 de septiembre de 1980.
Él estaba destinado en Burgos, pero volvía los fines de semana y echaba una mano en la farmacia que había fundado su padre y regentaba su hermano. Aquel día era sábado y una pareja entró en el establecimiento, preguntó por él y le dijo que querían hacerse unos análisis. Mientras estaba mirando el microscopio sus asesinos le dispararon en la cabeza y huyeron.
Años después, Javier declaró al diario El País, copio de ‘Vidas rotas’:
La farmacia Urquizu, con nuestro padre, con nuestro tío, y antes con nuestro abuelo Pascual, prestó servicio a Durango durante varias generaciones. Todos los que trataron a nuestro padre lo querían y lo apreciaban. Muchos siguen vivendo para dar fe de ello. Y en privado la dan. En público, por alguna misteriosa razón, cuesta un poco más (cosa rara, dada la libertad que aquí gozamos). Antes que nuestro padre cayeron otros; después también. Por cierto, ni el lehendakari de 1980 ni nadie de su Gobierno se dignó mandar siquiera un simple telegrama de condolencia.
Así son las cosas, querido Javier. Martin Luther King dejó escrito que “cuando reflexionemos sobre nuestro siglo XX no nos parecerá que lo más grave sea las fechorías de los malvados, sino el escandaloso silencio de las buenas personas”.
En la película de la que os hablaba antes, Horst Bucholz encarnaba al doctor Lessing, un médico amable que jugaba con el protagonista a plantearse ingeniosas adivinanzas. Desaparece al comienzo de la guerra y vuelven a verse los dos tiempo después. Orefice, en una fila de presos; el doctor Lessing, con un estetoscopio. Era el médico del campo.
Javier Urquizu va a leerles el mensaje del presidente del Tribunal Superior de Justicia, Juan Luis Ibarra Robles.
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Recuerdo perfectamente aquel 25 de octubre en que fue asesinado en el Boulevard donostiarra el comandante militar de Guipúzcoa, el general Rafael Garrido Gil, que viajaba con su esposa, Daniela Velasco Domínguez de Vidaurreta y el hijo de ambos, Daniel Garrido Velasco. Aquel día era sábado y Herri Batasuna había convocado una manifestación en Bilbao a favor de la negociación. Dos terroristas, en una moto se pusieron a la altura del vehículo, que se había detenido ante un semáforo en rojo y depositaron una bolsa con una carga explosiva en el techo del automóvil, al que quedó sujeta por imanes, huyendo a toda velocidad. El gobernador militar y su familia fallecieron en el acto. El conductor, el soldado Norberto Cebrer Lozano, resultó herido con graves quemaduras. La ciudadana portuguesa María José Teixeira Gonçalves, que pasaba por allí fue alcanzada por la onda expansiva y falleció 17 días después.
Recuerdo que el entonces delegado del Gobierno, Ramón Jáuregui hizo una consideración amarga hacia la autorización por parte de la Audiencia de aquella manifestación, estableciendo una relación causal entre el asesinato de la mañana y la manifestación de la tarde. Un juez le abrió diligencias por aquellas declaraciones. Se llamaba Juan Alberto Belloch y diez años después habría de ser ministro de Justicia y de Interior.
Silverio Velasco Domínguez de Vidaurreta, cuñado del general Garrido, hermano de Daniela y tío de Daniel, va a tomar ahora la palabra para leer el acta de la Junta de COVITE en la que se concede el premio a Florencio Domínguez, Rogelio Alonso y Marcos García Rey.
En aquel mes de marzo de 1982, ETA y sus franquicias mataron mucho. Siete víctimas mortales: un cabo de la Guardia Civil, en Rentería, dos inspectores de Policía y una profesora de Inglés en Sestao, el delegado de Telefónica en San Sebastián, un policía nacional, encargado de su escolta, también en San Sebastián, y un médico en Urnieta.
El delegado de Telefónica se llamaba Enrique Cuesta Jiménez y era el padre de nuestra querida Cristina Cuesta, presidenta de COVITE. Fue asesinado en compañía de su escolta el 26 de marzo a las tres de la tarde, un año y cuatro meses después de que los terroristas hubieran asesinado a su antecesor en el cargo.
Yo conocí a Cristina Cuesta cuatro años después, el 13 de abril de 1986. Se celebraba aquella mañana en el salón de la Kutxa en San Sebastián una mesa redonda en la que intervenían varios políticos, expertos en terrorismo y directores de medios. En el tiempo de coloquio se levantó una joven de entre el público. Estaba sentada en la parte trasera del salón, a la izquierda. Y con algunos nervios, pero con una convicción extraordinaria nos hizo saber que era la hija de Enrique Cuesta, asesinado por los Comandos Autónomos Anticapitalistas y que llamaba a todas las víctimas a levantarse, a identificarse, a unirse a ella. Fue un momento impresionante para todos los que estábamos en aquel acto.
Tiene la palabra la presidenta de COVITE, Cristina Cuesta.
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Vamos a proceder a la entrega de los premios. Cada uno de los autores va a recoger su premio de manos de una víctima. Finalmente, Florencio Domínguez Iribarren dirá unas palabras en nombre de los tres, que yo espero que sean de agradecimiento, pero con Florencio, que es de Caparroso, nunca se puede estar seguro del todo.
En primer lugar ruego que se adelante Ángela Urcelay, viuda del policía nacional Basilio Altuna, asesinado por ETA en Erentxun, el 6 de septiembre de 1980. En el mes de julio de 2006, me llamó Jorge Martínez Reverte. Había recibido el encargo de la Fundación de Víctimas del Terrorismo de hacer un documental sobre las víctimas y me convocaba, con otras personas, para una tormenta de ideas, una discusión abierta sobre la cuestión, para sentar las bases del documental.
Una de aquellas personas era un joven psicólogo llamado Ángel Altuna Urcelay. Me impresionó mucho por su serenidad, su equilibrio y por la sencillez con la que contó una circunstancia fundamental del asesinato de su padre. “Cuando lo mataron”, dijo con una simplicidad extraordinaria, el Gobierno de UCD había empezado a negociar con Euskadiko Ezkerra la disolución de los polimilis. El asesinato de mi padre no fue investigado y sus asesinos siguen impunes.
El relato era turbador para mí, porque yo había considerado en su día que la disolución de ETA Político-Militar había sido un proceso modélico. Lo era, desde luego, si lo comparamos con el proceso de Lizarza, pero había tenido un coste en términos de impunidad que hoy las víctimas no soportarían.
Ángela Urcelay va a entregar el premio a Marcos García Rey.
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El día 7 de marzo de 2008 era el día del cierre de la campaña electoral para las legislativas que se iban a celebrar el 9 de marzo. Yo estaba preparándome para escribir un artículo sobre el particular: cierre de la campaña y perspectivas para el domingo, cuando me llamaron del periódico en el que escribo, El Mundo, para darme la noticia de que ETA había asesinado en Mondragón a Isaías Carrasco Miguel, delante de su casa, en el momento que salía para ir a trabajar.
En aquel momento cambié los planes para escribir sobre su asesinato. En aquellos días me llamó la atención algo que era nuevo. Las víctimas ya no se callaban. Durante muchos años, demasiados, en este oficio mío se había empujado a las víctimas del terrorismo hacia la corrección política. Cuando la banda soltaba a algún secuestrado, después de que hubiera pagado el rescate, siempre había algún imbécil que preguntaba a la víctima cómo lo habían tratado los secuestradores. Generalmente, el recién liberado, presa de lo que los psicólogos llaman ‘el síndrome de Estocolmo’, respondía que bien. Sólo recuerdo dos excepciones: Javier Rupérez y el empresario Julio Iglesias Zamora.
Sandra Carrasco tenía veinte años cuando asesinaron a su padre hace dos. Y ella fue también una excepción a tantas víctimas que, agobiadas por el conformismo medioambiental habían rumiado su dolor a solas y había respondido lo que se esperaba de ellas cuando se les preguntaba: Que perdono a los asesinos y que espero que la muerte de mi marido sea la última. Enrique Múgica había dado la vuelta a esta actitud en febrero de 1996, tras el asesinato de su hermano Fernando.
Y Sandra Carrasco también lo hizo después del de su padre. Y en aquella plaza de Mondragón se oyó alto y claro su amor a su padre y su indignación contra los asesinos: “Estoy muy orgullosa de mi padre, dijo, y sólo puedo decir que son unos hijos de puta.” Las víctimas han dejado atrás hace tiempo la invisibilidad.
Sandra Carrasco va a hacer entrega del premio a Rogelio Alonso.
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La historia de Ramón Baglietto la conocí por el libro que su hermano Pedro Mari escribió, contando los hechos en el lugar de su hermano, como una memoria apócrifa del crimen, que tuvo lugar en el Alto de Azkárate, el 12 de mayo de 1980. Este caso y las circunstancias que lo rodean constituyen una de las historias más terribles de una época cuajada de historias terribles.
El hecho de que su victimario fuera el niño al que él había salvado la vida 18 años antes, al arrebatarlo de los brazos de su madre, a punto de ser arrollada por un camión, nos sitúa en la consideración que hacía antes sobre lo inadecuado de las comparaciones zoológicas para una deshumanización que, paradójicamente, só puede ser humana.
El hecho de que el asesino volviera a su pueblo tras cumplir condena y que instalara una cristalería en los bajos del piso en el que vivía la viuda de Ramón nos dice mucho del ambiente en el que se han movido las víctimas en el País vasco durante tantos años. Muchos de vosotros veríais el programa de televisión que se realizó hace unos años con cámara oculta. Aquel tipo, Kandido Azpiazu, era el exponente de la kandidiasis moral que afecta a Euskadi. “Tú pregunta a la gente si está con ella o si está conmigo”, decía, ignorante de que estaba siendo grabado. Es verdad que no eran completamente indiferentes a la presencia insobornable de su víctima. “cuando te la crizas por la calle, se te queda mirando con la cabeza alta”, contaba la mujer del asesino. “Esta señora no tienen ninguna humildad”.
He coincidido varias veces con Pilar Elías en actos como éste y siempre me he sentido impresionado por la fortaleza moral de esta mujer. También me he sentido agradecido por esa arrogante y bendita soberbia de las víctimas, que es una alegoría de la dignidad en medio de un país que la ha perdido tantas veces. De un país, de su país, del que ella nunca ha renegado.
Pilar Elías va a entregar el premio a Florencio Domínguez Iribarren, que hablará en nombre de los tres premiados.
18 comentarios:
Buenos días.
Se queda uno sin palabras ante la memoria histórica cercana.
Así es, rostro pálido, se queda uno sin palabras ante tantas historias terribles.
Que algunas sean para expresar la admiración por el coraje moral de las víctimas y de agradecimiento al patrón por contárnoslo.
Más lágrimas del mariscal por todos esos muertos. Y de gratitud a Don Santiago. Y de pena, con desprecio, por tanto miserable que anda suelto en esta España.
.
Nombrar.
Todos los nombres,
pronunciados todos,
uno tras otro;
para que se queden
entre nosotros,
al abrigo
de sus impúdicos asesinos.
Para que nunca
se olviden.
Todas las Vidas Rotas.
Conmovido, conmocionado y lo peor de todo: Impotente ante tantas vidas rotas de manera inútil.
Mi apoyo a todas y cada una de las víctimas relatadas en este libro que como homenaje a ellas me voy a leer.
D.E.P.
¡Gracias, Patrón!
Es impresionante, PATRON.
Cuanto más sabemos sobre las víctimas y más nos adentramos en su mundo, más nos estremecemos al darnos cuenta del intolerable silencio con el que ha actuado esta sociedad enferma.
La dignidad de las víctimas será el referente al que tendremos que agarrarnos si queremos empezar a ser una sociedad normal, que se conmueva por el sufrimiento ajeno y que luche por su libertad.
Difícil será si desde las instituciones no tienen todavía claro el camino a seguir.
Bien hecho, Patrón.
Acabo de ver "El lector". Contra mis pre-juicios (previos, por supuesto) me ha gustado. En especial el momento en que el profesor de Derecho se dirige a sus jóvenes alumnos para decirles que "las sociedades creen que el principio que les rige es la moral, pero en realidad es la ley" (más o menos). El problema es que el nacionalismo hunde sus raíces en criterios de moralidad colectiva: todo es comprensible en aras de la idea de la construcción de una nación negada por otros.
Contra esa pseudomoral debemos de levantar el principio inquebrantable de la ley, porque no hay ninguna idea que pueda ser defendida bajo la ignominia de cientos de vidas cercenadas. El asesino que mata no puede quedar impune, pero quien le alienta, ayuda o es cómplice con su silencio tampoco. Por eso es tan importante que quienes sufrieron el miserable dictado del fascismo identitario vasco perdiendo a algún ser querido, vayan a contar su sufrimiento a las escuelas, a los institutos y todos los foros sociales que queden sin contaminar en este zarandeado país denominado Vasco.
Es su derecho hacerse escuchar.
Es nuestra obligación escucharles para que el olvido no vuelva a matarles para siempre.
[perdón por el speech. Ya saben que lo de Uno es más la bufonada…]
Siempre me pregunto porque no existe la pena capital en España, (y en el Reino Unido), quizá porque solo sea asunto de países retrogradas como EE.UU, Japón e India.
Yo también sin palabras...
Sin palabras...
y con lágrimas.
José María Ryan Estrada. Fue asesinado con un tiro en la nuca tras una semana de secuestro el seis de febrero de 1981. Dejó cinco hijos, el mayor de nueve años, el menor de año y medio.
Su viuda Pepi Murúa, natural de El Ciego, (Álava) se negó a abandonar el País Vasco, porque si lo hacía, nunca podría volver a poner pie en él.
Logró superar el odio al cabo de un año y retomar una vida normal, en lo posible dadas las circunstancias. Otra valiente a quien quiero rendir homenaje.
Estremecedor, Patrón. "Esa señora no tiene ninguna humildad", una frase que revela la sima de embrutecimiento y de idiocia moral en la que vive esta gente.
857 víctimas, ¿esto no es un "crimen contra la humanidad"? Y si la respuesta es no, ¿por qué no?
Ayer hice referencia a que, en los campos de concentración nazis, los judios y, los demás prisioneros, pasaban a ser un número perdiendo su identidad.
Lo mismo sucedía en los Gulags soviéticos. En la novela de Alexandr Solzhenitsyn "Un día en la vida de Iván Denísovihc" éste es nombrado por sus guardianes siempre por su código de identificación (S-854).
Todos las ideologías y movimientos totalitarios necesitan que sus víctimas dejen de ser personas, es una forma, muy cruel, de sometimiento.
Los nacionalismos no son una excepción, intentan que el distinto calle, que no opine, que no perturbe el "orden nacional", que no ponga trabas ni cuestione su superior legitimidad. El texto del patrón se torna espeluznante, para mi, cuando habla de la opinión vertida sobre Pilar Elías: << “cuando te la cruzas por la calle, se te queda mirando con la cabeza alta”, contaba la mujer del asesino. “Esta señora no tienen ninguna humildad”.>>
Y ellos no tienen ni vergüenza.
Me gustaría repetir una y mil veces que todas las víctimas deben tener clara una cosa: su ejemplo es vital para que podamos crear entre todos una sociedad más saludable.
Nos va la libertad en ello.
Dice Carnicero que hay que cerrar filas con el Gobierno. Pues mira, va a ser que no. A no ser que dimita.
Ayer vi el libro en El Corte Inglés.
Decidí comprarlo en otra ocasión porque era demasiado pesado para llevarlo todo el día encima.
Y ahora me doy cuenta. Es, en efecto, un libro muy grueso. ¡Dios mio! ¡cuanto asesinato y cuanto dolor!.
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