31 agosto, 2010



Amor en cláusulas


Michael Douglas y Catherine Zeta Jones nacieron el mismo día, un 25 de septiembre, aunque él lo hizo 25 años antes. Se conocieron en 1998 en el Festival de Deauville y el encuentro arruinó el matrimonio que el actor y productor mantenía con Diandra, su mujer desde 1977. No pudo arruinar al actor porque era muy, muy rico, pero le costó una pasta. El suyo fue uno de esos divorcios con los que sueñan los abogados matrimonialistas de Los Angeles. Veintitrés años y 45 millones de dólares después de su primera boda, estaba preparado para casarse con Catherine.

Sus hagiografías cuentan el gran momento en que Douglas la conquistó, una lección inolvidable para quienes no creen que las grandes estrellas puedan ser gentes tan simples como usted o yo, querido lector, o más si cabe, y ya lo creo que cabe. Él la miró y dijo: «Quiero ser el padre de tus hijos». Eso es tener pico de oro, aunque dicho por Michael Douglas seguramente le sonó más elocuente que si se lo hubiera dicho usted, no vaya a creer que basta decirle la frase mágica para verla caer rendida de amor a sus pies.

La bella Catherine es una de esas mujeres cuyo romanticismo no les impide ser prácticas. Su boda, un bodón que se celebró en el mítico y ya desaparecido Hotel Plaza de Nueva York con más de 300 invitados, fue apalabrada como exclusiva para la revista OK!. No contaban los contrayentes con que entre los invitados se colara un fotógrafo de Hello!, versión anglosajona de ¡Hola! que robó unas fotos y fue demandada por los recién casados. Un juez de Londres les dio la razón y condenó a la revista a pagar 800.000 euros de indemnización.

El romanticismo no lo agotaron con terceros. Michael no pensaba tropezar en la misma piedra dos veces y el matrimonio fue precedido de unas durísimas negociaciones entre sus abogados y los de su novia para firmar un contrato prenupcial en el que dejaron las cosas muy claras para las partes contratantes. Cuentas separadas y un minucioso protocolo en caso de divorcio que establecía la custodia compartida de los hijos y un blindaje sólido: en caso de despido improcedente, vale decir que Douglas reincida cuando Zeta tenga la edad de Diandra en el 98, él abonará seis millones de dólares, amén de tres millones por cada año de permanencia en la empresa. Este va a ser un matrimonio cuya solidez aumentará en cada aniversario, cada vez que él piense en cómo se le pondría el divorcio.

«Nada es perfecto en esta vida salvo Catherine Z. Jones», dijo Fernando Savater en un mitin de Basta Ya!, y todos comprendimos que la verdad hablaba por su boca. Cuentan las crónicas mundanas que entre las causas de que fracasara el primer matrimonio de Douglas estuvo una rara enfermedad, la adicción al sexo. Al casarse con Catherine Zeta se le convirtió en crónica.

30 agosto, 2010



Annette, la domadora


Decíamos ayer en sentido estricto que Warren Beatty se había convertido en una leyenda en Hollywood gracias a sus dotes amatorias. No hay manera de comparar sus capacidades con las de otro superdotado de la industria del cine, Errol Flynn, de quien se dice que hacía demostraciones interpretando al piano alguna pieza (breve y simple, aclaremos) usando el pene como si fuera la baqueta de un xilófono.

Desaparecido Flynn, Warren Beatty cargó con la pesada responsabilidad de ser el actor de cine más dotado y, si bien es verdad que el tamaño no lo es todo, parece que sí despierta la curiosidad. Hacer la lista completa de sus amantes es tarea que desbordaría los límites espaciales de este artículo. Vayan a título de ejemplo los nombres de Britt Ekland, Brigitte Bardot, Julie Christie, Candice Bergen, Jean Seberg, Vanesa Redgrave, Natalie Wood, Liz Taylor, Jane Fonda, Diane Keaton, Isabelle Adjani, Cher, Madonna, Daryl Hannah y otras etcéteras. Su hermana Shirley MacLaine decía que ir a Estados Unidos y no acostarse con Warren Beatty era como haber perdido el viaje. «De hecho —añadía—, creo que soy la única actriz de Hollywood que no se ha acostado con él».

La vida de Beatty sería una sucesión de lances de cama si no fuera por tres hitos. El primero fue Esplendor en la hierba, que no era como pensábamos los niños de mi generación la metáfora de un polvo campestre, sino el título de un hermoso poema de William Wordsworth que da sentido a una hermosa y triste historia de amores en la Gran Depresión: «Aunque ya nada pueda devolver la hora/ del esplendor en la hierba,/ de la gloria en las flores,/ no hay que afligirse./ Porque la belleza/ siempre perdura en el recuerdo».

El segundo fue el reto de la producción que asumió al comprar por 10.000 dólares un guión de Robert Benton y David Newman sobre la más famosa pareja de criminales estadounidenses durante los años 30: Bonnie and Clyde. El éxito de la película le hizo rico y lanzó a la fama a Faye Dunaway, que, naturalmente, era su amante al término del rodaje.

También produjo y dirigió Rojos entre el proselitismo y el método. Durante el rodaje se empeñó en que todos los actores, hasta los extras, se empaparan del pensamiento de John Reed. Su capacidad de convicción fue tal que al cabo de tres semanas los extras se plantaron en huelga para exigirle un aumento de sueldo.

El tercero fue su matrimonio. En 1991, durante el rodaje de Bugsy, conoció a una joven actriz llamada Annette Bening, que consiguió lo que parecía imposible: domar a Warren Beatty y hacer de él un marido fiel y un ejemplar padre de familia. Hoy, a los 70 años, debe de costarle menos esfuerzo. Él lo ha explicado como la etapa final de un camino de perfección, el último y definitivo paso hacia la ascesis: «El matrimonio requiere un talento especial, como la actuación. Para la monogamia tienes que ser un genio».

29 agosto, 2010



La pareja deconstruida


Diane Keaton tenía 23 años y era una actriz meritoria cuando Woody Allen se fijó en ella para una comedia que estaba a punto de estrenar en Broadway. Se trataba de una deconstrucción postmoderna del amor cinematográfico entre Humphrey Bogart e Ingrid Bergman y llevaba por título Play it again, Sam, la frase que todo el mundo cree haber oído, pero que nunca se dijo en Casablanca.

Su mejor película, Annie Hall, fue un manifiesto de la modernidad, el triunfo rotundo de Allen y Keaton como pareja: su relación sentimental se reflejó en el triunfo artístico. Él ganó dos Oscar —a la mejor dirección y al mejor guión— y ella, a la mejor actriz por interpretarse a sí misma. El personaje cinematográfico debe a la actriz que lo encarna hasta el nombre: el apellido real de Diane Keaton es Hall. Y el vestuario; Woody Allen le pidió que fuera al rodaje con su ropa. Aquella estampa inolvidable de Alvy Singer y Annie en su primera cita, en la que ella vestía unos pantalones dos tallas más grandes, corbata y chaleco en elegante desaliño y aquella belleza suya distanciada de sí misma, algo inconsciente y un poco neurótica fueron un modelo estético para parejas progres en los años setenta del —ay— siglo pasado.

Él siempre dio trabajo a sus mujeres: primero a Louise Lasser, en Toma el dinero y corre y Bananas y depués a Diane Keaton, con quien hizo seis, mientras fueron pareja, desde Play it again, Sam, que fue dirigida por Herbert Ross, hasta Manhattan. Un director tan dado a fundir la vida con el cine, avisó de la crisis como suele: mediante la relación del protagonista con la estudiante de bachiller que encarna Mariel Hemingway en la última película citada.

Años después, en Maridos y mujeres anunció con idéntico recado el final de lo suyo con Mia Farrow, después de doce películas: liando a su personaje, el profesor Gabe Rot, con Rain, la alumna de sensibilidad literaria que interpretaba Juliette Lewis. La crisis se presentía conmovedoramente en Annie Hall: «Yo diría que las relaciones son son como un tiburón, ¿sabes? Si no van siempre hacia adelante, mueren. Y creo que se nos ha quedado entre las manos un tiburón muerto».

Después de romper con él —y antes—, Diane Keaton mantuvo una larga e intermitente relación con Al Pacino al hilo de las tres entregas de El Padrino. En 1981 protagonizó Rojos, inspirada en el libro de John Reed Diez días que conmovieron al mundo. Tuvo entonces una historia inevitable e inevitablemente breve con su director y protagonista, Warren Beatty.

Allen había hecho tiempo atrás una broma: «En otra vida me gustaría reencarnarme en las yemas de los dedos de Warren Beatty», aludiendo a la apretada biografía amatoria del más seductor de los actores desde Rodolfo Valentino. En cierto modo lo hizo.

28 agosto, 2010



Corto pero muy intenso


La noche del 27 de junio de 1995 hacía calor en Los Ángeles y el actor Hugh Grant daba una vuelta con su BMW por Sunset Boulevard, cuando se encontró con una pasajera de la noche llamada Divine Brown. Tras una breve —pero intensa— charla, apalabraron una contraprestación: él le daría a ella 50 dólares y ella le practicaría a él lo que en aquellas latitudes se llama un blow job y por éstas, un francés.

El nombre en castellano de la suerte tiene orígenes históricos: en el siglo XVIII llegó a Madrid un gran contingente de putas francesas que practicaban determinadas artes a las que por decencia se negaban las nuestras, si se me perdona la patriótica apropiación. Esto hizo a las cocottes muy populares entre la clientela e indeseables competidoras para las putas castizas. Lamento carecer de datos sobre el origen del nombre en inglés. Lauren Bacall sedujo a Bogart en Tener y no tener con estas palabras: «Just put your lips together and blow», pero es probable que no se refiriera a eso.

Apenas había concluido el trabajo, cuando las sirenas policiales cercaron a la confiada y circunstancial pareja y ambos acabaron posando, por separado, en una comisaría de Los Ángeles para una ficha policial con un número en el pecho. Lo demás ya es historia. Él pidió perdón a su novia, la modelo británica Liz Hurley, aunque no le valió de nada. Ella rompió sus relaciones.

El periodismo es muy frecuentemente presa de sus propios prejuicios y de una querencia irrefrenable por las malas noticias. Supimos todo eso, pero en cambio no nos enteramos de la parte amable de la historia. A Divine Brown —¿qué hallazgo de nombre artístico, Negra Divina!—, la aparición de Grant le cambió la vida. La importancia del currículum, ya saben. Se calcula que entre entrevistas y publicidad ingresó un largo millón de dólares. Se hizo una foto en déshabille de travail, tal como recordamos a Ali MacGraw en La huida, cubierta de billetes de cien dólares.

La lealtad de la mujer es conmovedora. Doce años después sigue hablando en las televisiones de su efímero romance con el actor. Su marido de entonces, Gangster Brown —otro nombre inolvidable—, también hablaba y no paraba de las cualidades del actor: «Quiero a Hugh Grant. Me gustaría decirle: “Gracias. Si hay algo que pueda hacer por ti Me gustaría ser tu amigo”».

¿Quién dijo que los amores de Hollywood terminan mal, salvo el de Paul Newman y Joanne Woodward? He aquí un romance breve con un final feliz, una familia y un ex marido feliz en torno a la heroína de esta fugaz pasión de una noche de verano, una Cenicienta que supo relativizar la medianoche para quedarse la carroza. ¿Y Hugh Grant?, dirán ustedes. También tiene motivos para ser feliz. Se libró de Liz Hurley, que era una pesada, y sólo por 50 dólares. Jamás hubo ruptura más barata en el mundo del cine.

27 agosto, 2010



Polígamo por compasión


Tres de las cuatro hijas de Maurice Dorleac y Renée Deneuve se hicieron actrices siguiendo la tradición familiar. Dos hicieron carrera: Françoise, que era la más guapa y temperamental, murió cuando tenía 25 años en un accidente automovilístico tras haber dejado constancia de su talento en La piel suave y una decena de películas más. Catherine hubiera sido una gran heroína hitchcockiana, al menos en su aspecto exterior: rubia hasta la transparencia, circunspecta como una institutriz y fría como un iglú. La brevedad de su aventura americana, reducida a April fools, no lo permitió.

Tuvo todos los premios de interpretación de Europa, pero en Hollywood sólo llegó a dos nominaciones. Fue llamada «la mujer más bella del mundo» y «la novia de Francia»; en 1985 un busto suyo se convirtió en la nueva «Marianne», símbolo de la República francesa.

Conoció a Marcello Mastroianni, cómo no, durante un rodaje en 1971: Ça n'arrive qu'aux autres, de Nadine Trintignant. Ella estaba casada con el fotógrafo británico David Bailey, a quien pidió el divorcio un año después. Él, que también estaba casado, lo único que le pidió a su esposa, Flora Carabella, fueron disculpas cuando le contó en 1972 que Catherine Deneuve estaba esperando un hijo suyo.

Su mujer reaccionó bien: lo echó de casa, pero poco. Mastroianni era el hombre de su vida y sobrellevó como pudo aquel planazo. Su marido y la francesa rompieron pronto, en 1974. Ésta, poco dada a explicaciones sobre su vida privada, lo resumió con un sintagma muy socorrido en las causas de divorcio de aquellas décadas: incompatibilidad de caracteres. Lo que en un principio fue la causa de la atracción, la oposición de los contrarios, el temperamento ardiente y pasional del italiano y la elegante frialdad de la francesa, acabó dando paso a diferencias difícilmente conciliables: «hablamos distintos idiomas, procedemos de distintas culturas», dijo ella a modo de resumen.

Flora fue su mujer hasta el fin, el decorado matrimonial que daba sentido a las historias de Marcello con terceras. Una titular que veía pasar a las eventuales. La última de ellas fue la cineasta Anna María Tató, en cuya casa de París se dieron cita varias mujeres de Mastroianni en su hora final: Flora y su hija Bárbara, Catherine y Chiara y Anna María Tató.

Él lo explicaba así en una memorable entrevista a tres con Vittorio Gassman y Eugenio Scalfari, entonces director de La Repúbblica: «Si por mí fuera, nunca rompería con nadie. Cargaría con todas el resto de mi vida». «Eso significa también vivir en un mar de mentiras», objetó el periodista. Y él asentía: «un océano de mentiras». Dichas para bien, naturalmente. Pienso: «Sin mí, ella vivirá mal. Por lo tanto, es mi deber preservar esta relación a toda costa, por amor a ella». Más por ellas no podía hacer.

26 agosto, 2010



Esposa breve, amante larga


Katharine Hepburn ostenta una de las paradojas amatorias más notables en el mundo del cine: uno de los matrimonios más cortos y la más larga amantía de Hollywood. Su vida marital con Ludlow Ogden Smith duró 21 días. Ella tenía 21 años y ya no volvió a intentarlo, aunque tuvo relaciones plurales y diversas, diríamos ahora con la terminología al uso: John Ford, Howard Hughes y alguna excursión a Lesbos.

Lo que son las cosas, con un currículum tan notable fue a coincidir con Spencer Tracy en La mujer del año. Ambos desconfiaron del otro al tener noticia del proyecto y por la misma razón. El guionista Garson Kanin contó que los dos le hicieron el mismo reparo: «¿Usted cree que podremos trabajar juntos? ¡Somos tan distintos!». Poco antes del rodaje se encontraron en la calle. Él iba acompañado del realizador Joseph Mankiewicz, que los presentó. Ella quiso ponerle en su sitio desde el primer momento: «Señor Tracy, no es usted tan alto como creía». «No te preocupes, Kate», replicó Mankiewicz. «Él te reducirá a su tamaño».

Tenía razón, aunque sólo temporalmente. Spencer Tracy no llegaba a su nivel, pero cuando se conocieron era ya una estrella. Había ganado dos Oscar en años consecutivos, por sus interpretaciones en Capitanes intrépidos (1937) y La ciudad de los muchachos (1938), gracias a una receta interpretativa bastante simple, que no necesitaba las lecciones de interpretación de los Strasberg: «Basta con saberse el papel y no tropezar con los muebles». Ella había ganado uno cuatro años antes que él por Gloria de un día.

Mientras vivieron juntos mantuvieron ese palmarés conjunto, pero cuando Tracy murió, veinte días después de acabar el rodaje de su novena película juntos, Adivina quién viene esta noche, ganó otros tres más, el primero de los cuales fue por esta misma película, en 1967. Cuando subió a recoger la estatuilla en el Dorothy Chandler Pavillion, en marzo de 1968, dijo: «Siento como si se lo hubiera robado a Spencer». Al año siguiente volvió a ganarlo por El león en invierno (1968) y también en 1981 por En el estanque dorado.

Vivieron 25 años juntos, aunque había una señora Tracy, y no era su madre: Louise Treadwell, actriz de teatro con la que se había casado en 1923 y con la que tuvo dos hijos: John, que murió hace dos meses [2007], con 82 años, y Susie. La sordera del primero llevó a su madre a dejar la escena y dedicarse a su hijo: fundó una clínica especializada, la John Tracy.

Sobrellevó como pudo la dedicación muy parcial de su marido a la familia durante 44 años, hasta su muerte, porque Spencer Tracy era de los que, al decir de Woody Allen, se emparejaba para toda la vida, «como los palomos o los católicos». A él no le valía la máxima pragmática de Mickey Rooney, un vocacional del matrimonio pues se casó ocho veces: «Hay que casarse a primera hora de la mañana. Así, si la cosa sale mal, no pierdes todo el día».

25 agosto, 2010



Dos maridos impropios


Reunían todas las condiciones para haber sido una de tantas parejas cinematográficas que prolongaron fuera del plató la relación amorosa que interpretaban dentro. Tony Curtis y Marilyn Monroe eran guapos, de una edad compatible y tenían ambos una intensa biografía amatoria. Ambos fueron pareja en Con faldas y a lo loco. Mejor dicho, lo fueron el saxofonista Joe/Shell Oil Junior y Sugar Kane Kowalzyk. Estrictamente ante las cámaras. Ni un minuto más.

«Era como besar a Hitler», dijo después el actor, en una frase imposible de comprender, salvo que el señor Curtis fuese un nazi extraordinariamente fanático, si el lector perdona la redundancia. Billy Wilder, director de la película, dio alguna clave para explicar esta ojeriza: un día hubo que rodar 65 veces la misma toma, mientras Curtis y Jack Lemmon repetían una y otra vez el mismo plano en sus papeles femeninos, con unos zapatos de tacón de aguja que les destrozaban los pies y todo porque la estrella era incapaz de decir correctamente su frase. Ésta: «Where is the bourbon?» (¿Dónde está el bourbon?).

Tal vez ninguno de sus personajes fue tan adecuado para explicar sus relaciones con los hombres como el de Sugar Kane, cuando le dijo a Curtis en el lavabo del tren: «¡No tengo cerebro!».

En realidad tenía más que sus dos últimos maridos, uno por primario y otro por intelectual. No tuvo las compañías adecuadas. Cuando el simple, la estrella del béisbol Joe di Maggio, fue invitado al rodaje de La tentación vive arriba, se acabó su matrimonio. Le tocó presenciar la secuencia de la ventilación del metro en la Avenida Lexington. Di Maggio vio a una multitud enfebrecida, 20.000 energúmenos gritando como cafres cada vez que a su mujer se le veían las bragas y comprobó que ella disfrutaba del homenaje. Más de lo que podía soportar. «No le gustaban mis papeles, ni que me besaran los actores y no le gustaba mi vestuario. Pero, ¿con quién creyó que se casaba cuando se casó conmigo? A decir verdad, nuestro matrimonio fue una delirante amistad con privilegios sexuales. Tiempo después supe que eso suele ser el matrimonio».

Tras comprobar que Di Maggio se le quedaba corto, probó con un intelectual. No tuvo mejor suerte. El paternalismo de Arthur Miller hacia ella, su condescendencia altiva hacia quien llamaba en público «la pobre niña» le hizo comentar a Wilder: «Por fin había conocido a alguien que tuviera contra ella más resentimiento que yo». Después de todo, el director que jamás intentó acostarse con ninguna de sus actrices, tenía de ella una opinión mucho más alta, aunque la manifestara dentro del mismo campo definitorio de Tony Curtis: «Era como la Segunda Guerra Mundial: un infierno, pero valía la pena». Tras el divorcio, ella fue muy comprensiva con el dramaturgo: «Yo creo que a Arthur le gustaban tontas».

24 agosto, 2010



La Pareja


Los dos venían del teatro cuando se conocieron en el Actor's Studio. Él era uno de los guapos de la famosa academia Strasberg, que empezó a frecuentar después de haber sido rechazado en Broadway para lo que iba a ser su primer papel protagonista: el de Hal Carter en Picnic, que en la versión cinematográfica interpretó William Holden. Joshua Logan, que también fue director de escena en la obra teatral, rechazó a Paul Newman porque aquel joven carecía de tirón erótico.

La vida está hecha de estas paradojas. Un hombre que ha sido sex symbol durante varias décadas tuvo que matricularse en una academia por ver de sacarse un poco más de partido. Así fue como el joven Newman dio sus primeros pasos en el cine, por el sendero que había abierto Marlon Brando, con un toque de rebelde sin causa que le hacía un candidato al hueco que había dejado en la pantalla la muerte de James Dean.

Ella era una sólida actriz teatral, guapa, inteligente y culta, que vio grandes posibilidades de futuro en aquellos ojos claros y lo rescató de un matrimonio desdichado con la también actriz Jackie Witte.

Se casaron en 1958 y debió de parecerles un augurio inmejorable, porque aquel mismo año ella ganó el Oscar por Las tres caras de Eva y él fue nominado por La gata sobre el tejado de zinc e interpretaron su primera película juntos: El largo y cálido verano, de Martin Ritt. Quizá esa superstición haya sostenido uno de esos matrimonios para siempre. Es de suponer que a estas alturas [2007], con 82 años él y 77 ella, no estén para muchas veleidades y no estropeen una leyenda tan impecable de solidez institucional.

Nunca ha habido muchos matrimonios estables en el mundo cinematográfico, donde ellos son «la pareja» por antonomasia. Robert Redford, Kevin Costner y Michael Douglas tuvieron matrimonios largos, pero ninguno llegó a aproximarse al casi medio siglo que llevan Paul Newman y Joanne Woodward, raros ejemplos de estabilidad en un mundo en el que, como decía Woody Allen, la gente se casa y se descasa sin darle al tema la importancia que tiene. Y eso sí que no. Pase que se trivialice el matrimonio, pero no el divorcio: «una esposa dura tanto como un matrimonio, pero una ex esposa es para toda la vida». Contaba Sean Connery que en Hollywood existe una asociación que, cada vez que uno de sus miembros da un paso hacia el divorcio, le envía un contable disuasorio para que le explique en cuánto se le va a poner la broma.

Han trabajado juntos en trece películas, cuatro de las cuales han sido dirigidas por él: Rachel, Rachel, El efecto de los rayos gamma sobre el crecimiento de las margaritas, Harry e hijo y El zoo de cristal. Es, según ha declarado, lo más gratificante que le ha pasado nunca en su carrera, poder dirigir a Joanne Woodward, aunque los motivos no sean estrictamente artísticos: «Es sólo en esos momentos cuando soy yo el que dice lo que hay que hacer».

23 agosto, 2010



Una mujer descalza


Tom Cruise es galán bajito. Como Bogart, o Alan Ladd, sólo son creíbles gracias al trampantojo cinematográfico. La cámara, al igual que la cama, allanan diferencias de estatura, pero en el teatro no hay manera de disimular. Los actores pequeños están condenados a papeles cómicos. Imagínense a cualquiera de los tres bailando en un escenario con Geena Davis, 1,83. No les diré más. De niño, además de bajito tampoco era muy listo. Sus profesores coincidían en que Tom Cruise nunca llegaría a ser nada en esta vida. Depende de lo que aquellas buenas personas considerasen ser algo en esta vida. Es muy probable que Cruise no hubiera hecho una carrera muy brillante si se hubiera matriculado en Física Cuántica. Pero no lo hacía mal como descargador de camiones y camarero, y las oportunidades que tuvo como actor le llevaron a ser uno de los actores mejor pagados en Hollywood en pocos años.

Su biografía sentimental dio sus primeros pasos con mujeres muy cuajadas: tuvo un noviazgo apasionado con Rebecca de Mornay, que cristalizó profesionalmente en Risky Business, la película que los hizo famosos; se casó con Mimi Rogers, que tenía por entonces las tetas más notables de Hollywood (tómese la aseveración con la misma prudencia que los récords del Libro Guinness) antes de conocer a Nicole Kidman. Cruise parece creer que el tamaño sí importa, al menos en el matrimonio: sus tres mujeres han sido más altas que él, especialmente la actriz australiana, que le lleva 12 centímetros.

Mimi Rogers, con la que componía una imagen materno-filial, le introdujo en la Iglesia de la Cienciología, a la que él llevó posteriormente a sus mujeres y novias. Sólo tuvo dificultades con Penélope Cruz, que, además de ser la única de su estatura, le salió budista. No podía durar. Kidman, mujer enamorada, se convirtió a la nueva fe con alegría, pero su militancia en la nueva fe duró exactamente lo mismo que su matrimonio, once años.

Cuando Tom Cruise puso fin a su relación en 2001 para iniciar su pasajera vida en común con Penélope Cruz, Nicole Kidman, 1,80 de estatura, estuvo —como no podía ser menos— a la altura de las circunstancias: «Tenía muchas ganas de volver a ponerme zapatos de tacón». Y se los puso. Los zapatos y las botas. Nada más separarse de Tom Cruise recibió su primera nominación al Oscar a la mejor actriz por su trabajo en Moulin Rouge, aunque aquel año debió de conformarse con el Globo de Oro, porque el Oscar se lo llevó Halle Berry. Al año siguiente volvió a ser nominada por su interpretación de Virginia Wolf en Las horas y esta vez no se le escapó. La iglesia de la Cienciología ha perdido una sacerdotisa muy vistosa, pero el cine ha ganado una estrella de verdad. Su ex ha sido tres veces candidato al Oscar (Magnolia, Jerry McGuire y Nacido el 4 de julio), pero en las tres ocasiones hubo de conformarse con el Globo de Oro. Llenemos de sentido la vaciedad del lugar común: junto a todo gran hombre siempre hay una mujer descalza.

22 agosto, 2010



Mujer de muchas lecturas


Esta muchacha tiene mucho que leer. Diecinueve tatuajes a lo largo y ancho de su cuerpo. Es verdad que hay muchos «santos», pero también mucho texto: cinco columnas de literatura jmer camboyana, las coordenadas de los lugares donde nacieron sus hijos, un latinajo en el estómago que dice quod me nutrit me destruit (lo que me alimenta me destruye); en la base del cuello, un eslogan sindicalista: know your rights (conoce tus derechos); en el interior del antebrazo, una cita de Tennessee Williams; una frase en árabe, símbolos tribales indios, ideogramas chinos, alegorías japonesas, dragones, tigres y otros etcéteras.

La neumática y recauchutada Angelina camina por la vida entre sus misiones benefactoras y películas de acción; es la síntesis de Teresa de Calcuta y Lara Croft. Voluntaria para los refugiados y protagonista de videojuegos, podría parecer que lleva una vida esquizofrénica, pero una y otra condición vienen a ser la misma cosa.

Ella cuenta con encantadora simplicidad la interacción entre el cine y la vida real, cómo los papeles de Mr. y Mrs. Smith la unieron en el cine a Brad Pitt y lo que el cine ata en pantalla atado queda en la vida real: «Uno tiene que confiar en el otro y moverse solamente cuando la otra persona se mueve; entonces la confianza, cuando alguien tiene un arma cargada a tu espalda… hizo que confiáramos el uno en el otro de manera rápida».

Angelina Jolie es una mujer extraordinaria. Cuando se enamora es como la española de la copla cuando besaba, hasta el punto de hacerse dos tatuajes con el nombre de Billy Bob Thornton, su anterior marido. Uno de ellos en un hombro, bajo la imagen de un dragón. El otro en un labio (más concretamente, en el exterior derecho). La pobre se casó por segunda vez sin haber aprendido nada de la primera. Que nada es para siempre, por ejemplo. ¿Se mosqueará Brad Pitt cuando piense que su nombre, a pesar de ser más corto, no ha merecido el honor de ser escrito ni siquiera con bolígrafo en la cara interna de su muslo? Los legionarios, que siempre han sido caballeros dados al tatuaje, se escogían textos escasamente comprometedores para el futuro: «Amor de madre», por ejemplo. ¿Qué de malo hay en ello?

Entre el honrado gremio de los tatuadores hay unos especialistas en el borrado que, de momento, tienen como clienta a Angelina Jolie y hacen campaña con Melanie Griffith para cuando se divorcie de Antonio Banderas y empiece a picarle ese Antonio que lleva escrito con letra gótica bajo dos corazones atravesados por una flecha. Son los «remiendavirgos» de este tiempo, una especialidad que puede parecer banal, pero que dice mucho a favor de nuestra heroína, un libro abierto. ¿Qué no diremos de Ava Gardner o Grace Kelly? Pero eran ágrafas, sendas páginas en blanco. No sospechaban que hay hombres que lo último, último que hacen antes de dormir es leer un rato.

21 agosto, 2010



Ex marido protector


Habían pasado diez años desde su divorcio de Ava Gardner cuando Frank Sinatra, ya cincuentón, pidió matrimonio a Mia Farrow, que entonces tenía 20 años. Ella respondió que sí, y su madre, Maureen O'Sullivan, la inolvidable Jane de Tarzán, torció el gesto: «Si el señor Sinatra quiere casarse con alguien, debería hacerlo conmigo», dijo en señal de desaprobación. Se refería, evidentemente, a la edad, pero la fama de mujeriego, bebedor compulsivo, broncas y amigo de la Mafia no eran cualidades que contribuyeran a tranquilizar a una madre.

Ava Gardner, pérfida y deslenguada, tuvo noticia de la boda entre su tercer ex marido, Frank Sinatra, y la joven Mia Farrow, cuyo aspecto de entonces quedó fijado dos años después de la boda en La semilla del Diablo: extremadamente delgada, andrógina y con el pelo corto. Y comentó: «Ya me temía yo que Frankie acabaría en la cama con un chico».

Para ambos fue un flechazo, según explicó años después Mia Farrow. Él debía de estar curado de espanto de su matrimonio con una mujer tan inabarcable como Ava Gardner. Después de su divorcio, empezó a frecuentar a Lauren Bacall. Se cuenta que fue durante esa etapa cuando nació una relación entre los dos que ambos llevaron con discreción. Fue un año después de enviudar cuando el cantante le propuso matrimonio. Ella aceptó, y salieron a celebrarlo juntos. Alguien les pidió un autógrafo y él pidió a la mujer que lo firmase con su nuevo nombre. «Betty Sinatra», firmó ella condescendiente, pero cuando la noticia apareció en los medios él sufrió uno de sus arrebatos de ira y rompió la relación. «Nunca me casaré con esa mujer apabullante», lamentó sobre el hombro, ya definitivamente amigo de Ava Gardner. Ésa era una de las características del cantante. Convertía en asfixiantes las relaciones de pareja, pero después de romper no había amigo más leal ni generoso para una ex. De ello tuvo noticia el actor George C. Scott, un hombre violento que pasó fugazmente por la vida de la diosa y llegó a maltratarla. Sinatra envió un par de sus amigos a visitarlo en la habitación del hotel donde se alojaba. No lo encontraron y se conformaron con arrancar las mangas a todas sus chaquetas. Patton comprendió el mensaje.

El matrimonio de Mia Farrow con él sólo duró dos años. La jovencísima actriz se vio sometida a una prueba demasiado dura para ella. Soportar a Polanski durante el rodaje y a Frank Sinatra por las noches era demasiado para cualquiera. Él, en uno de sus arrebatos, le envió los papeles del divorcio al rodaje con uno de sus abogados y ella los firmó sin rechistar. Años después, sin embargo, cuando Woody Allen rompió la relación que mantenían al liarse con su hija adoptiva Soon-Yi, su ex marido Frank se ofreció solícito para hacer que unos amigos le rompieran las piernas al cineasta. Así era él: un caballero.

20 agosto, 2010



Una pareja explosiva


La vida te da sorpresas, quién nos iba a decir tantos años después que el iniciador en materia sexual de Ava Gardner fue su primer marido, Mickey Rooney. Ella tenía 19 años, él 22 y, aunque era veinte centímetros más bajo, los compensaba con su condición de estrella: era el actor mejor pagado de Hollywood en aquella época. Ella, víctima de una educación puritana en el medio rural en que se crió, llegó virgen al matrimonio y aquel marido improbable, las cosas como son, despertó la fiera que llevaba dentro: «No te fíes del muchachito», le confesaba una sorprendida Ava Gardner a su amiga y también actriz Anne Miller. «Se conoce al dedillo todos los trucos».

Su matrimonio apenas duró un año, pero ambos debieron de sacar una positiva impresión, porque ella se hizo adicta y él se casó otras siete veces. Su segundo marido, el músico Artie Shaw, le duró aproximadamente lo mismo y también fue su maestro, pero en un plano más intelectual. Shaw estaba preocupado por la incultura de su mujer. Demasiado, quizá, como lo demuestra el hecho, que ella contaba con retintín, de que le hizo llevarse un libro de Darwin, El origen de las especies, al viaje de novios.

Su tercer marido fue Frank Sinatra, con el que vivió un amor imposible, todo él una desmesura obsesiva bañada en alcohol y cuernos. Él, cuyas infidelidades no tenían cuento, llevaba fatal la liberalidad sexual de Ava. Cuando ella vino a la Costa Brava a rodar Pandora y el Holandés errante, Sinatra se plantó en España urgido por el mosqueo. Todo el equipo de rodaje se convirtió en celestina para entretenerle mientras buscaban a Ava y la rescataban de Mario Cabré, con quien estaba pelando la pava. El noviazgo y los cinco años de matrimonio fueron una tortura para ambos, especialmente para él, que físicamente se correspondía con el tamaño manejable de la mayor parte de sus maridos. Cuando le preguntaron cómo se había enamorado de aquellos 50 kilos de hombre, respondió: «Es que 43 son de pene».

Fue la única mujer que se le resistió al tododopoderoso Howard Hughes y en cambio una noche se empeñó en privatizarse por unas horas con Manolo de Vega, cantaor en un tablao de Madrid. Todo por no dormir sola. Ella hacía con los hombres lo mismo que los turistas convencionales con la gastronomía: se apuntaba a los aires locales. Si hubiera estado en Suiza, se habría acostado con alpinistas y relojeros. En España, lo propio eran toreros y cantaores.

Todos sus hombres la desmerecían. El animal más bello del mundo fue para todos ellos un hermoso trofeo, salvo para Sinatra y para Mario Cabré, que se enamoró como un mirlo, mientras quedó en la memoria de ella como «un error de una noche». Dominguín protagonizó aquella famosa espantada, al comenzar a vestirse apenas terminado su primer encuentro sexual, ante una mujer sorprendida qué le preguntó adónde iba con las prisas: «¡No te jode! ¡A contarlo!».

19 agosto, 2010



El braguetazo de Groucho


Él se llamaba Julius Henry Marx y ella, Daisy Juliette Baker, aunque a lo largo de sus carreras fueron más conocidos por sus nombres artísticos, Margaret Dumont y Groucho, un mote que a él le pusieron sus hermanos por cascarrabias (grouch, en inglés, quiere decir refunfuñar).

Reunían todos los requisitos para haber sido una de esas parejas de Hollywood que prolongan en la vida real la relación que mantuvieron ante las cámaras o, mejor aún, una pareja que jamás llegó a cristalizar en matrimonio, como Tyrone Power y Lana Turner, Spencer Tracy y Katharine Hepburn o Tom Cruise y Rebecca de Mornay.

Él fue en cierto sentido el contratipo de Gary Cooper, que estuvo toda la vida casado con la misma santa, Veronica Balfe, mientras tuvo como amantes a Grace Kelly, Anita Ekberg, Ingrid Bergman, Marlene Dietrich y Carole Lombard, entre otras. Demasiadas cuerdas para un violín. Murió al cumplir los 60.

Groucho Marx, que aguantó hasta los 87, se casó con tres mujeres, Ruth, Kay y Eden, (una detrás de otra, claro) pero en el cine fue el eterno aspirante a dar un braguetazo con Margaret Dumont, que en las siete películas que hizo con los Marx compuso siempre el mismo personaje, con distinto nombre: la señora Potter, Rittenhouse, Teasdale, Claypool, Upjohn, Dukesbury y Phelps. Todas ellas se habían casado con hombres muy ricos, a los que habían heredado, como la propia Margaret Dumont, que se casó en 1910 con John Moller Jr., un rico empresario que le dejó al morir toda su fortuna, aunque no la retiró del cine.

Groucho se pasa las siete películas tratando de camelar a Margaret Dumont para que ésta patrocine económicamente la empresa en la que se halla aquél. Mientras, corteja con propósitos menos financieros y más urgentes a la vampiresa, a la que se acerca con planteamientos honestos y sinceros: «No piense mal de mí, señorita. Mi interés por usted es puramente sexual».

Es un planteamiento perfecto. El amor complica el argumento al aparecer la vena lírica, tal como le decía, evocador, el doctor Hugo Z. Hackenbush a la señora Upjohn en Un día en las carreras: «Ya has olvidado aquellas noches en la Riviera, cuando los dos contemplábamos el cielo? Éramos jóvenes, alegres, inocentes. La noche en que bebí champaña en tu zapato ¡Dos litros! Habría cabido más, pero llevabas plantillas. ¡Oh, Hildegarda! No es que me importe, pero, ¿dónde está tu marido?», a lo que ella responde: «Ha muerto» y él replica: «¿Te casarías conmigo? ¿Te dejó mucho dinero? Responde primero a la segunda pregunta».

Ella, como haría cualquiera de sus personajes, se quitaba años. Al morir, en 1976, se supo que no tenía 73, sino 83. Él la sobrevivió hasta tal día como hoy, 19 de agosto, hace 33 años justos. Sus cenizas, que no polvo enamorado, se hallan en el Eden Memorial Park, no en una tumba, en la que, lógicamente, no hay ningún epitafio que diga «Perdonen que no me levante». Aunque le cuadraba.

18 agosto, 2010

Felicitación adecuada




Mis amigos, los Ibarrola, cumplen años. Agustín, 80; Mariluz algunos menos. La noticia sale en los periódicos y justo es que así sea. El Correo ha abierto su edición de hoy con esta foto del pintor y escultor en su estudio de Oma. Hace muchos años escribí que Agustín era uno de esos artistas que parecían haber nacido malditos, como si llevaran tatuada a fuego la flor de lis, la marca infamante de las putas en la Francia anterior a la Revolución. Al filo de los años sesenta, fue condenado a diez años de cárcel en uno de los consejos de guerra del coronel Eymar, en el que también fueron condenados Ramón Ormazábal, Enrique Múgica, Vidal de Nicolás, Antonio Pericás, María Dapena y otros.

La llegada de las libertades no le trajo la amnistía entendida como reinserción. Nunca fue un artista del gusto del nacionalismo gobernante cuyos dirigentes no se privaron de menospreciarlo cada vez que hubo ocasión. A veces, ay, también algún socialista. La sala en la que exponía en Zaragoza fue atacada por la extrema derecha y el alcalde de la ciudad, Ramón Sáinz de Varanda, cortó por lo sano, prohibiendo la exposición. Después hubo reconocimientos, también con Gobiernos socialistas, pero nunca por parte del soberanismo vasco. Quizá con razón. Él ha seguido militando contra el nacionalismo obligatorio y por la libertad en los movimientos cívicos que se han creado en Euskadi durante los últimos quince años. 

Hoy, El Correo le rinde un homenaje merecido en esta portada y en la impecable entrevista que firma Iñaki Esteban. Felicidades.



Del amor al odio


«Mucha mujer para ese chico», decían con pesadumbre los viejos del lugar cuando uno de mis amigos, sin especiales atributos, comenzó a pasear a una morena espectacular por las calles de mi pueblo. El escéptico dictamen se cumplió después de pocos años y coincidía con el sentimiento del espectador de Gilda ante la pareja que Glenn Ford, en el papel de Johnny Farell, formaba con la espectacular Rita Hayworth en el de Gilda Mundson.

«Nunca hubo una mujer como Gilda», rezaba el eslogan publicitario en el cartel de la película, el mismo cartel que se convirtió en referencia cinematográfica cuando Antonio Ricci lo pegaba por las calles de Roma el día en que le robaron la bicicleta en la inolvidable película de Vittorio de Sicca. Era la bomba atómica, dicho sea en sentido estricto. Apenas estrenada la película, dio nombre a la que se tiró el 1 de junio de 1946 sobre el atolón de Bikini. Un hostelero dio en poner su nombre, por picante, a una modesta banderilla que inventó al ensartar en un palillo una aceituna y una guindilla en el Bilbao de la posguerra.

El espectador sabe que nunca hubo una mujer como ella desde su aparición en pantalla, cuando Ballin Mundson, amigo y protector de Johnny Farell, le presenta a su esposa, Gilda, en una escena que bebe en las fuentes de Casablanca, hubo más que palabras entre ambos. Johnny y Gilda viven amor y odio en un mismo sentimiento, que ya definió Lope de Vega, un experto, a pesar de los hábitos: «Creer que un cielo en un infierno cabe,/dar la vida y el alma a un desengaño;/eso es amor, quien lo probó lo sabe».

No hay cosa que más le guste a un varón enamorado que sufrir y Gilda era la mujer idónea para procurar ese goce en dosis a duras penas soportables. No cabe declaración de amor más acabada que la de Gilda a Johnny: «El odio es una emoción muy intensa. Yo también te odio, te odio tanto que creo que voy a morir», ni homenaje como el que le rinde cuando inicia una alegoría de striptease a los sones de Put the blame on Mame, en plan sólo para tus ojos, precisamente porque lo hace en público. Cuando él la arrastra fuera del escenario, se lo explica: «Ahora todos saben lo que soy. No vas a ser el único… Ahora todos saben que al poderoso Johnny Farrell lo engañaron. Que se casó con una… », momento en el que él le sacude una bofetada a la remaguillé, no muy fuerte, pero seca, con muy mala hostia y una convicción que asombra al propio Ford. Hoy nadie rodaría una escena como ésa para no verse acusado de maltrato de género, dicho sea sin señalar.

Nunca se había visto nada igual. Nunca se vio después. Gilda llevó a Acción Católica a crear su Oficina de Clasificación de Espectáculos, con un baremo propio: 3-R, para mayores, con reparos; Gilda, 4, gravemente peligrosa. La Iglesia sí sabe lo que es pecado. También los falangistas que asaltaron el cine madrileño en el que se estrenó, en marzo de 1946.

17 agosto, 2010



Con Rita en la distancia


El 27 de mayo de 1949, Rita Hayworth declaraba inaugurados los cuentos de hadas en Hollywood. Siete años antes de que Grace Kelly se casara con Rainiero, ella reactualizaba las mitologías clásicas: el cruce de un dios y una virgen. Más o menos. Fue una tendencia sin más continuidad que la citada, a pesar de lo mucho que al pueblo llano le gustan estas cosas. Dioses con vírgenes o, en su defecto, príncipes con estrellas o alcaldes con coristas, qué más da. Ambas especies, amén de difíciles de encontrar, han perdido mucho prestigio social últimamente. Perdimos una ocasión de actualizar el mito cuando Felipe de Borbón tuvo alguna aproximación al tema con Gwyneth Paltrow, con la que tuvo alguna cena de tanteo en Mallorca, aunque se ve que la cosa no cuajó.

Era, como decíamos, 1949 y la hija de Eduardo Cansino, un artista menor (e incestuoso) de Castilleja de la Cuesta, provincia de Sevilla, y una bailarina irlandesa se casaba con el Aga Khan. Claro que para entonces Margarita Cansino se había hecho la electrólisis para retrasar el nacimiento del pelo y despejar la frente, teñido de pelirroja y hecho extraer algunos molares para lucir hoyuelos: ya era Rita Hayworth, se había casado con y divorciado de Orson Welles y había protagonizado Gilda.

Él era el príncipe más parecido a un semidiós que podía encontrarse entre las casas reales. El Aga Khan es el jefe espiritual de quince millones de ismailitas y descendiente directo de Mahoma al que sus súbditos regalan cada año su peso en oro. Diabólica cuestión que obliga al interesado a mantener una teoría alternativa del peso perfecto: la que compatibiliza la salud financiera con los riesgos inherentes a la diabetes y la hipertensión.

El Aga Khan, del que ya se ha ponderado en capítulo anterior su generosidad regalando brazaletes, extendió a sus pies una alfombra de 30.000 rosas rojas e hizo verter en la piscina mil litros de agua de colonia. Los ismailitas de todo el mundo ofrecieron a la novia oro, perlas y marfil mientras se postraban a sus pies para besárselos. Curiosidades antropológicas. Casi medio siglo más tarde, dos personajes de Pulp Fiction, Vincent Vega y Jules Winfield, se cuentan que Marsellus Wallace había hecho tirar desde un cuarto piso a Antwan, el samoano, por haber masajeado los pies a su nueva esposa. ¿Qué no le habría hecho por besárselos?

El sueño principesco le duró a Rita Hayworth cuatro años, los mismos cuatros años que le duró su matrimonio con Orson Welles. Ella, que fue en los años cincuenta la Diosa del Amor y la Diosa del Sexo, dos irrepetibles muestras de lo que puede dar de sí el genio periodístico, no pudo evitar las continuas infidelidades de sus maridos, ni retenerlos junto a ella. Víctima del mal de Alzheimer, en los últimos años de su vida ni siquiera le quedó el consuelo de recordar que ella alimentó los sueños masculinos de una generación a lo largo y ancho del mundo.

16 agosto, 2010



Boda de cuento


Cuando a Jack Kelly, rey del ladrillo de Filadelfia, le dijo el padre Tucker que invitara a cenar en su casa a un príncipe monegasco que estaba seriamente interesado en su hija Grace, hubo que sacar un mapa para que no siguiera confundiendo Mónaco con Morocco. Todavía le costó más aceptar unas extravagantes costumbres europeas que le obligaron a dotar a la novia con 2 millones de dólares, pero lo dio todo por bien empleado si así la niña sentaba la cabeza.

Grace destacó de niña por su extraordinaria belleza y no tanto por su capacidad para las Matemáticas, lo que la llevó a dejar los estudios para matricularse en la prestigiosa Academia de Arte Dramático de Nueva York. Como el método Stanislavski gozaba en aquella época de gran prestigio, Grace buscó en sus experiencias inspiración para sus personajes; de cada rodaje se llevó un recuerdo de su partenaire masculino: de Clark Gable en Mogambo; de Ray Milland en Crimen perfecto; de James Stewart en La ventana indiscreta; de Cary Grant en Atrapa a un ladrón; de Frank Sinatra en Alta sociedad y también de William Holden, Bing Crosby, Tony Curtis y un etcétera notable. Sólo hizo una excepción a esta norma en su primera película de éxito, Solo ante el peligro, en la que hizo doblete: compartió cama con la estrella, Gary Cooper, y Fred Zinemann, el director.

Así las cosas se comprende que Rainiero, el hombre, prohibiese mientras vivió la exhibición de sus películas en Montecarlo. Fuera del cine también tuvo como amantes al Sha de Persia y al Aga Khan. El primero conocido, su profesor de Arte Dramático, Don Richardson, fue testigo del comienzo de una carrera fulgurante, en la que ella, «fría como un témpano» era como un tanque para allanar obstáculos: «Una noche salió con Ali Khan (esposo de Rita Hayworth). Entonces ella vivía en el East Side y me llamó para invitarme a cenar. Durante la cena me mostró un brazalete de oro y esmeraldas. Lamentablemente lo reconocí. Conocía a varias chicas que tenían uno igual. Cuando Ali Khan salía con una chica, le regalaba una pitillera con una esmeralda, pero, cuando la follaba, le regalaba el brazalete».

Fue una boda de cuento. Ella no era virgen, él tampoco sanjosé. Gracias a los oficios del citado padre Tucker, encontró un príncipe negro, impar y falta con problemas financieros: la Sociedad de Baños y el Casino estaban en quiebra virtual. El príncipe tenía un pasado en el que había blanqueado dinero a los nazis, los años se le iban pasando tontamente y debía tener descendencia para que Mónaco no se convirtiera a su muerte en un protectorado francés.

Se casaron el 19 de abril de 1956. Grace Kelly fue la salvación del principado y una esposa más o menos ejemplar, a costa de una moderada infelicidad que le duró toda la vida hasta aquel accidente en la carretera de La Corniche, el 13 de septiembre de 1982.

15 agosto, 2010



No hay quinto malo


Elizabeth Rosemond Taylor fue una de las niñas prodigio de Hollywood que pudo superar su condición. Mundialmente conocida por Lassie, película que rodó a los once años, creció en sabiduría y bondad, al tiempo que alcanzaban justa reputación sus increíbles ojos de color violeta. Fue un sex symbol universal en su época de esplendor. Por aquel entonces, un club de jubiladas de Londres puso en su sede social un cartel que rezaba: «Tenemos todo lo que tiene Liz Taylor, sólo que desde hace más tiempo».

Conoció a Richard Burton durante el rodaje de Cleopatra, la película más cara jamás filmada hasta entonces. Su relación amorosa con él fue un relámpago que iluminó la película con una beneficiosa publicidad añadida, pero no lo suficiente para hacerla rentable, después de haber superado el coste de Lo que el viento se llevó.

Su muy notable biografía sentimental —ocho matrimonios y otros tantos divorcios— solamente ha sido igualada en Hollywood por Stan Laurel, y superada por Zsa Zsa Gabor, con nueve. En esto, Liz fue también niña prodigio. A los veinte años ya se había casado dos veces, a los 26 ya había enviudado de su tercer marido, al que guardó un luto cortito, porque antes de cumplir los 27 se casó por cuarta vez, ésta con el cantante Eddie Fisher. Después de Richard Burton probó suerte con un senador, John W. Warner, en un matrimonio que fracasó pronto, aunque no tanto como el siguiente, que no llegó a contraer, porque el aspirante, el abogado mexicano Víctor Luna, tomó el olivo días antes de la fecha fijada para la boda.

Aún probó suerte una vez más con un joven obrero de la construcción, Larry Fortensky, que hizo buena la leyenda urbana de la coyunda y los albañiles. «Su fama de promiscua es injusta», escribió una columnista de chismes en The Sunday Times: «Se basa en su voluntad de hacer las cosas de la manera decente y casarse con todos los hombres con quienes se acuesta».

Richard Burton se convirtió en su quinto marido y debió de cumplirse el aforismo taurino de que no hay quinto malo, porque Burton fue también el sexto. Estuvieron casados diez años. Se divorciaron en 1974 para volver a casarse un año más tarde. La historia se repite, pero como habría dicho Carlos Marx, la segunda fue en forma de farsa. Sólo duró un año, en medio de las broncas que fueron la constante de sus dos matrimonios, hasta el punto de que en los hoteles reservaban las habitaciones colindantes para no molestar a terceros. «Parecemos Laurel y Hardy», dijo irónicamente Richard Burton. Hicieron nueve películas juntos, aunque no solos. En casi todas, y especialmente desde ¿Quién teme a Virginia Woolf?, les acompañó el alcohol, en cumplimiento de la sentencia de otro Marx (Groucho): «El matrimonio es una cruz tan pesada que tienen que llevarla entre dos ¡y a veces entre tres!».

14 agosto, 2010



Un camino de rosas


Una de las funciones del cine es embellecer la historia. La vida cotidiana en Roma era mucho más sucia de lo que se puede ver en los peplum, Liz Taylor hizo un extraordinario favor a la imagen de Cleopatra, porque la verdadera reina del Nilo era, según hemos podido saber, un callo. Isabel von Wittelsbach, emperatriz de Austria, más conocida como Sissi, era, al contrario, una mujer culta y muy hermosa, pero su imagen pública ganó muchos enteros gracias a las tres películas en las que Romy Schneider interpretó su personaje. La verdadera Sissi fue una mujer obsesionada con su físico, bulímica y anoréxica y no soportaba a Francisco José.

Romy tenía sólo veinte años y una filmografía con 14 títulos, cuando fue a París para rodar Christine junto a un actor desconocido llamado Alain Delon. Contaba Romy Schneider que, cuando vio al joven, esperándola en el aeropuerto de Orly con un ramo de rosas rojas en la mano, supo que había encontrado al hombre de su vida sin necesidad de cruzar con él una palabra. Mal podrían, por otra parte. Ella no hablaba francés y él no hablaba ni inglés ni alemán. Un error que no debéis cometer, queridas mías. El lenguaje no verbal es insuficiente como lengua franca en las relaciones afectivas después de las dos primeras semanas. El amor necesita una koiné para que podáis pedir las aclaraciones pertinentes.

Fueron los novios de Europa, pero nunca se casaron. Como la madre de la actriz quería compromiso y aún no se llevaban los ritos exóticos, Alain Delon y Romy Schneider se casaron por lo periodístico: convocaron una multitudinaria rueda de prensa el 22 de marzo de 1959. «Siempre me lo juego todo», dijo ella. «Me entrego y amo con todo mi corazón». Él, todavía un desconocido, no dijo ni mú o, al menos, no trascendieron sus palabras.

En 1962, Romy recibe la llamada profesional con la que había soñado desde niña. Orson Welles quiere que vaya a Hollywood a interpretar un papel en El proceso, momento inaugural de su carrera en el cine americano. La distancia, en este caso, era el olvido. Alain Delon, que en esos años se había convertido en una estrella, dejó embarazada a Natalie (née Francine Casanovas) y se casó con ella en el año 1964. En una de sus vueltas a París, en lugar de hallar a su amante, Romy Schneider tan sólo encontró una carta de despedida junto a otro ramo de rosas, también rojas.

Su sólida carrera como actriz estuvo jalonada de desgracias personales. Se casó tres veces. En el plazo de un año, su ex marido, Harry Meyen, se ahorcó, ella fue operada de cáncer y su hijo murió a los 14 años atravesado por los hierros de una verja que intentaba saltar. El 29 de mayo de 1982, su tercer marido la encontró sentada en un sillón, muerta. «Ella representa 24 años de mi vida», dijo Delon entonces. Su amigo Jean Claude Brialy llevó a su entierro un ramo con rosas rojas, una por cada año de su vida. Había 44.

13 agosto, 2010



Rubias con suspense


Cuando Alfred Hitchcock se casó con Alma Reville tenía 26 años. Con ella tuvo su primera experiencia sexual y con ella estuvo casado hasta su muerte, 54 años más tarde, sin haber conocido a otra mujer. Extraer de estos datos la conclusión de que el suyo fue un amor ejemplar sería una conclusión precipitada. La realidad es que se casó virgen y murió mártir.

A lo largo de su carrera cinematográfica se encaprichó de todas sus estrellas o contrató a las estrellas de las cuales se había encaprichado. Todas respondían a un mismo tipo: rubias, estilizadas, con clase y frías, si bien la frialdad debía un requisito aparente desmentido por los hechos. Se lo explicó a Truffaut en las conversaciones que dieron lugar a un libro clásico, El cine según Hitchcock: «Buscamos mujeres de mundo, verdaderas damas que se transformarán en prostitutas en el dormitorio. La pobre Marilyn Monroe tenía el sexo inscrito en todos los rasgos de su persona, como Brigitte Bardot (…) Una muchacha inglesa, con su aspecto de institutriz, es capaz de montar en un taxi con usted y, ante su sorpresa, desabrocharle la bragueta».

La primera fue Ingrid Bergman, con la que rodó Recuerda, Encadenados y Atormentada. No es probable que su marido, Setter Lindström, se sintiera tan disgustado cuando les abandonó para correr tras Roberto Rossellini, un don Nadie. La pérdida de Bergman fue para Hitchcock una doble humillación, como hombre y como artista. Nunca la perdonó.

Volvió a encontrar otra rubia de su gusto en Grace Kelly, con la que hizo Crimen perfecto, La ventana indiscreta y Atrapa a un ladrón, antes de que la actriz abandonara el cine para casarse con Rainiero de Mónaco. Cuenta François Truffaut que esto no lo llevó tan mal, quizá porque la experiencia da callo, quizá porque le pareció menos humillante que le quitase la chica alguien que no pertenecía al oficio y, que al fin y al cabo, era príncipe.

Otra rubia, de paso efímero por la filmografía sentimental de Hitchcock fue Eva Marie Saint, protagonista de Con la muerte en los talones y, sobre todo, Tippi Hedren, a la que acosó hasta el punto que Melanie Griffith, hija de Hedren, cuenta que durante el rodaje de Marnie regaló a la niña, que entonces tenía seis años, un ataúd de pino en miniatura con una muñeca que era una réplica de Tippi Hedren en Los pájaros.


Todas las actrices que trabajaron con él se le escaparon vivas. Ese fue el sino de su vida: desear a mujeres inaccesibles para él y tan fáciles, en su opinión, para los intérpretes masculinos. Tal vez eso explique su maltrato permanente a los intérpretes y el sadismo que ponía al diseñar los personajes de madres y esposas en sus películas. Su penúltimo filme, Frenesí, es un manifiesto misógino de principio a fin. Cualquiera de sus personajes femeninos, al montar en un taxi, ahuyentarían, no sólo al pasajero, sino al mismísimo taxista.

12 agosto, 2010



Chico malo y chica buena


Terrence Steven McQueen era uno de esos chicos que caen bien a primera vista, un hijo de familia desestructurada, que es lo que antes se llamaba ser hijo de un irresponsable, un sí es no es maltratador y cuarto y mitad de alcohólico, que un día abandona a su familia. Como buen seductor, conocía el secreto de su éxito: «La gente se mira en estos ojos de perro apaleado y cree que soy bueno. Se equivoca». Como su personaje en la mayoría de sus películas, era muy directo. No era Montgomery Clift. En 1956, tras haberse matriculado en la célebre escuela de Lee Strasberg y aún desconocido para el público, se cruzó un día con una mujer que llamó su atención. Volvió sobre sus pasos y dijo: «Hola. Eres muy guapa». Ella, entre sorprendida y halagada, respondió: «Tú tampoco estás mal». Se llamaba Neile Adams y una semana más tarde era su primera mujer.

Ali MacGraw era una muchacha guapa de Nueva York, que tenía una carrera discreta de modelo y colaboraba en Harper's Bazaar, cuando conoció a Robert Evans, uno de los genios de Hollywood en la segunda mitad del siglo XX, un productor de grandes éxitos que había sacado de la ruina a la Paramount. Compró para ella los derechos de Love Story y la transformó en la heroína de América, gracias a su papel de Jennifer Cavalleri en el melodrama de Arthur Hiller. Dos años más tarde, Evans puso en pie La huída, sobre una novela de Jim Thompson, el más negro de los autores de novela negra e impuso a Ali en el papel de Carol McCoy, con el fin de evitar su encasillamiento. Nunca debió hacerlo. O quizá sí, pero contratando a Burt Lancaster, o quizá a Hudson, para el papel masculino. Nunca a Steve McQueen.

El resto lo hizo esa irresistible atracción por el mal que experimentan algunas chicas bien, esa querencia por los chicos malos, que luego quieren resolver tratando de cambiar en ellos aquellas características que las sedujeron. Durante el rodaje pasó lo inevitable. Doc McCoy y Carol consiguen llegar a El Paso con el cuarto de millón del atraco al banco. Una vez en la habitación desparraman por la cama los billetes y se revuelcan sobre ellos.

McQueen y MacGraw pusieron algo más que profesionalidad en la interpretación de la escena. Se casaron al año siguiente, aunque su matrimonio sólo duró cinco años. Sus infidelidades y alguna característica heredada de papá acabaron con su relación. Fue un matrimonio breve, pero ellos fueron la pareja del cine de los años setenta por antonomasia.

Él aún se casó una vez más, antes de morir en 1980, año en el que MacGraw interpretaba su última película. La viuda del actor, Bárbara, mujer más bien de gustos simples, lo definía este mismo verano: «Yo no me casé con un mito. Me casé con un tío al que le gustaba conducir camiones y beber cerveza. Ese era mi hombre». No le hacía justicia. Parecía un retrato de Homer Simpson.

11 agosto, 2010



Un amor tahitiano


Él era un actor del método. Por eso, cada uno de los papeles que interpretó tiene una parte de su compleja personalidad, desde el brutal Stanley Kowalski de Un tranvía llamado Deseo, hasta el agónico Paul en El último tango en París, pasando por sus personajes en ¡Viva Zapata!, Julio César, La ley del silencio, El rostro impenetrable, Rebelión a bordo, La jauría humana y El padrino. Su interpretación de Kowalski sirvió para poner de moda las camisetas de manga corta y acreditarle como el sex symbol masculino de la segunda mitad del siglo XX. Contaba Brando que lo mejor de aquello fue que «todas las noches, después de la función, se encontraba a siete u ocho chicas esperándome en mi camerino y yo escogía una para pasar la noche. Para un joven ansioso por seguir a su pene a donde éste fuera, era algo maravilloso».

Ella era una sencilla muchacha tahitiana, hija de pescadores maoríes que conoció a Brando en 1960, durante el rodaje de Rebelión a bordo. Tarita Teriipaia tenía entonces 19 años y formaba parte de un grupo de bailarinas de las atracciones de un hotel en Papeete, la capital de Tahití. Todas fueron contratadas como características y a Tarita le adjudicaron el papel de Maimiki, la novia indígena de Fletcher Christian.

Brando se encaprichó, pero ella rechazó sus invitaciones. Al cabo de unos meses consiguió que durmiera con él, pero Tarita se acostó vestida los seis primeros meses de su vida en común, según las memorias que ella publicó tras la muerte del actor y él la respetó. Al gran seductor le costó un triunfo rendir la plaza, aunque, también lo cuenta ella, el primer encuentro sexual fue la caída de Jericó: «Un torbellino enfebrecido, inacabable, como si yo lamentase haber esperado tanto. Nos quedamos en casa durante varios días, confundiendo el día y la noche, sin responder al teléfono, hambrientos como náufragos, amándonos». Ella se quedó embarazada y él jamás la volvió a tocar pese a que su relación duró 43 años. Su segunda hija, Cheyenne, fue concebida mediante inseminación artificial. «Era posesivo, enfermizamente celoso, egocéntrico y violento», resume Tarita los rasgos dominantes del hombre tras el que ha vivido toda su vida.

Durante los últimos años de la vida de Brando, ambos estuvieron unidos por la tragedia. El 19 de mayo de 1990, mientras descansaban en el 12900 de Mulholland Drive, domicilio del astro, Christian Brando, su hijo mayor, mató de un tiro a Dag Drollet, en novio de su hermanastra Cheyenne, que estaba embarazada de él y había confesado a su hermano que Dag la maltrataba. Christian fue condenado a diez años de cárcel y Cheyenne se suicidó cinco años más tarde. «Debí ser peor actor y mejor padre», dijo Marlon Brando en el juicio que condenó a su hijo. Y mejor persona en general, debió añadir. Detrás de todo gran hombre siempre hay una mujer sorprendida. Y casi siempre resignada.

10 agosto, 2010



Viento del sur (de Georgia)


Fue por casualidad. Vivien Leigh y su por entonces clandestino amante Laurence Olivier asistieron en 1938 al rodaje de la primera escena de Lo que el viento se llevó, el incendio de Atlanta. Para el papel protagonista se habían postulado Carole Lombard, Joanne Crawford, Bette Davis, Joan Bennett, Paulette Goddard y Katharine Hepburn, entre otras; pero al comienzo del rodaje, aún no estaba resuelta la elección.

Mientras ella miraba el incendio, su amigo Myron, hermano del productor David O'Selznick, le señaló a éste el perfil de Leigh iluminado por el resplandor y le dijo: «Dave, te presento a Scarlett O'Hara». El productor se lo explicó a Katharine Hepburn, que ya se consideraba la protagonista, en términos descarnados: «Compréndelo, querida, Clark Gable no correría diez años detrás de ti».

Tampoco Gable habría corrido tras Vivien Leigh, no ya diez años, sino diez minutos. Es muy probable que su candidata fuera Carole Lombard, su mujer y por eso, o por cualquier otra razón, nunca hubo química entre él y la joven actriz inglesa, entonces casi desconocida. Ella se quejaba de que no podía soportar los besos del galán, porque olía mal. Se cuenta que él comía cebolla cruda antes de cada sesión con besos.

Scarlett O'Hara era un personaje que tampoco merecía los desvelos de un tipo como Butler. Contrabandista, descreído, putero y jugador, puede, pero como hombre enamorado era un pichón, un auténtico capullo. Ella era caprichosa, malcriada, egocéntrica y marimandona. También absurda respecto al canon de la heroína cinematográfica, atraída por los aventureros y los rufianes, hombres que no le convienen a ninguna chica decente, en demérito del pretendiente leal, soso como la calabaza, pero que lleva dentro la promesa de un marido ejemplar y un honrado padre de familia.

Ella se pasa tres horas y cuarto de película huyendo del golfo de Rhett Butler y persiguiendo al melifluo de Ashley Wilkes. Prefiere al pusilánime que no se atreve a traicionar a su mujer por ella. Para más inri, el único afecto que se lleva del matrimonio Wilkes es el de Melania, una verdadera dama del Sur que no se entera de nada, víctima de un optimismo antropológico que la lleva a ser más buena que Abundio.

Pese a su mala crianza, valía mucho más que el inútil de su amado. Scarlett fue lo que el viento no pudo llevarse de Georgia: su imagen recortada contra la luz de atardecer con el rábano en la mano y una determinación que acuñó una de las grandes frases de la historia del cine: «A Dios pongo por testigo que no podrán derribarme. Sobreviviré, y cuando todo haya pasado, nunca volveré a pasar hambre, ni yo ni ninguno de los míos. Aunque tenga que mentir, robar, mendigar o matar, ¡a Dios pongo por testigo de que jamás volveré a pasar hambre!». ¡Qué gran fórmula de juramento del cargo para centenares de concejales nuestros!

09 agosto, 2010



Una historia circular


Fue un amor a primera vista en el Old Vic, teatro londinense en el que ambos actuaban en 1936. Él, Laurence Olivier, un actor shakesperiano de prestigio, estaba casado con la actriz Jill Esmond. Ella, Vivien Leigh, con el abogado Herbert Leigh, cuyo apellido se quedó para siempre en su nombre artístico. El adulterio fue creciendo con sus famas entre el teatro y el cine, hasta que en 1940 iniciaron sus respectivos procesos de divorcio para regularizar lo suyo. Los abogados de Jill Esmond citaron a Vivien Leigh a declarar como coacusada de romper el contrato matrimonial que unía a su amante con la parte contratante de la primera parte.

La circularidad de la historia hizo que veinte años más tarde, en 1960, Olivier solicitaba el divorcio para casarse con la también actriz Joan Plowright, 22 años más joven que él. La joven tuvo que comparecer en el juicio divorcio, citada por los abogados de Vivien Leigh, que la acusaban de complicidad en la ruptura del contrato que su representada había firmado con el actor veinte años antes.

Para entonces, Vivien vivía con John Merivale, aunque tal vez fuera una aseveración exagerada decir que había rehecho su vida, porque la inolvidable Scarlett O'Hara de Lo que el viento se llevó, papel que le valió su primer oscar, fue uno de los casos más notorios de juguete roto que ha conocido el mundo del cine. El alcohol y el tabaco (fumaba cuatro paquetes diarios de cigarrillos) fueron minando su salud, primero con una tuberculosis, y después con depresiones que arruinaron su salud mental, su matrimonio y su vida entera.

Laurence Olivier trató de impedir que ella encarnara en 1951 a la Blanche Dubois de Un tranvía llamado Deseo. Creía que el personaje de Tennessee Williams iba a ser una prueba excesiva para el precario equilibrio mental de su mujer. Tenía razón. El trabajo de Vivien fue extraordinario y le valió el segundo oscar de su carrera con apenas veinte películas en su filmografía, en la mayor parte de las cuales hizo papeles secundarios. Pero el desorden psíquico de la Blanche de ficción reforzó el desequilibrio de la Vivien de verdad, que, al decir de su marido, se levantaba de noche, atiborrada de calmantes, para recitar ensimismada los diálogos de su personaje.

Al año siguiente, coincidiendo con el estreno de la película, ella era internada en la clínica psiquiátrica Netheren, de Londres, donde fue sometida a sesiones de electroshock que arruinaron su hermosura y su autoestima.

Laurence Olivier fue en todo momento un buen marido, preocupado por la enfermedad de su esposa durante los ocho años que todavía duró su matrimonio, pero la barca del amor se estrelló contra la vida cotidiana, como había escrito Maiakovski. Él confesó después: «Vivir con Vivien era como estar sentado en un bote salvavidas donde sólo cabía una persona». Murió el día de San Fermín de 1967. Él la sobrevivió 22 años casi exactos.

08 agosto, 2010



Amor al primer silbido


Algo debe de tener el agua puesto que la bendicen. Cuando Humphrey Marlowe Bogart nació ya era Bogart. Su madre, Maud Humphrey, ilustradora de revistas, tomó a su propio hijo como modelo para anunciar los potitos Mellins y un retrato a la acuarela lo convirtió en el bebé más famoso del mundo.

De mayor no fue especialmente agraciado, ni muy alto, ni tenía una brillante carrera de actor hasta que en el espacio de tres años el ojo clínico de George Raft, estrella de la época, le hizo rechazar tres papeles que fueron para Bogart: el de Roy Earle en El último refugio, el de Sam Spade en El halcón maltés y el de Rick en Casablanca. Raft habló posteriormente del asunto como una prueba de su altruismo.

En 1943 Humphrey Bogart ya era una estrella, cuando empezó a rodar Tener y no tener con una jovencísima oponente llamada Betty Bacall, a quien el director Howard Hawks había rebautizado como Lauren. Ella temblaba de los mismos nervios. Para sujetarlos y poder mantener la cabeza quieta al hablar, pegó su mentón al pecho y lo miró de abajo arriba en un plano inolvidable, mientras decía su primera frase en el cine: «¿Alguien tiene una cerilla?». Después, Bogart fue a su camerino y le dio una caja entera para que anotase en ella su número de teléfono.

La juventud, la hermosura y el descaro de la Flaca, perfecta heroína hemminguayana y el cinismo matizado de Harry Morgan, que repetía su personaje de Casablanca, cuajaron una historia de amor entretejida con la relación que iba naciendo entre los dos fuera del rodaje.

En 1943 no eran muy frecuentes las mujeres que tratasen de tú a tú a los hombres, como ella en una secuencia clave: «Si me necesitas, no tienes más que silbar. Sabes cómo se hace, ¿no, Steve? Sólo tienes que juntar los labios y soplar».

Durante once años vivieron algo parecido a la felicidad, hasta que el cáncer empezó a laminar el organismo de Bogart, ya muy trabajado por tabaco y whisky. Tuvo un lío con Sinatra y se casó después con Jason Robards, con el que tuvo otro hijo, pero nunca pudo olvidar a su primer marido. El imaginario colectivo la había fijado para siempre junto a un hombre en 1943, pidiéndole fuego con aquella mirada insolente y subyugante.

Al morir Bogart, ella metió en la urna de sus cenizas un silbato de oro que él le había regalado, con una inscripción: «Si me necesitas, silba. Siempre acudiré».

Betty fue el puerto seguro al que arribó Harry Morgan durante un rodaje de película. Parte de la leyenda de Bogart, su plante frente al macarthysmo, fueron cosa de ella, que era la verdaderamente dura de los dos. Tal como contaba su hijo Stephen, en la primera página del libro que escribió persiguiendo a su padre: «Mi madre es una mujer que suele conseguir lo que se propone y a finales de los años cuarenta resolvió que su marido, Humphrey Bogart, fuese padre». Ella describió la vulnerabilidad del hombre con una ironía que desbordaba a la de sus mejores guionistas: «Mi marido lloraba en todas sus bodas ¡y con razón!».

07 agosto, 2010



Pasión de cortometraje


En 1948, Ingrid Bergman llevaba once años casada con un dentista sueco llamado Petter Lindström. La cosa no debía de ser como para echar cohetes, pero ya me dirán qué pareja oye tocar violines después de once años de matrimonio. La tradición y una comedia de Billy Wilder fijaron en siete años el tiempo que tarda la rutina en hacerse con las parejas, cuando la pasión cede el paso a la camaradería y deja ociosa a la imaginación, más que nunca la loca de la casa. The seven year itch se tituló aquel encuentro de Marilyn Monroe con un neoyorquino del montón en su séptimo año de matrimonio.

O sea, que la actriz, ya una estrella con oscar, estaba casada con un valor seguro, un hombre de bien, lo más a lo que una chica decente de la clase media puede esperar en esta vida, tal como cantaba La Cabra Mecánica: «Tú, que eres tan guapa y tan lista./ Tú, que te mereces un príncipe, un dentista,/ ¿tú! te quedas a mi lado/ y el mundo me parece/ más amable, más humano, menos raro».

Fue por entonces cuando Ingrid Bergman vio los dos largometrajes con los que Roberto Rossellini dio por inaugurado el neorrealismo: Roma, cittá aperta y Paisà. Aunque Bertolucci era todavía muy niño y no había podido hacer Prima della Revoluzione ella interiorizó la expresión de su protagonista, Fabrizio: «No se puede vivir sin Rossellini». Así que le puso un telegrama que decía: «Señor Rossellini: he visto sus películas Roma, città aperta y Paisà y me han gustado. Si necesita una actriz sueca que habla muy bien el inglés, que no ha olvidado su alemán, que puede hacerse entender en francés y que en italiano sólo sabe decir ti amo, estoy dispuesta a ir a hacer una película con usted».

Rossellini, que era guapo, católico y sentimental, amén de mujeriego, manirroto y aficionado a los coches deportivos, intuyó que allí «había tema» y la llamó por teléfono, una vez, muchas veces. Hablaba con ella durante horas, hasta el extremo, según cuenta Ugo Pirro, que en una de aquellas chácharas interminables, se le metió en la línea la voz del director de la compañía telefónica advirtiendo de que la cuenta de la llamada era tan alta que se veía obligado a cortar la comunicación.

Rossellini fue a buscarla para hacer Stromboli y no permitió que aprendiese otras palabras en italiano. Ella se quedó embarazada, un escándalo en el puritano Hollywood de entonces, que no la perdonó ni siquiera al divorciarse de su dentista para casarse con su director en 1950.

Siete años, tres hijos y algunas infidelidades después, la estrella sueca dejó a su príncipe italiano para volver a un valor seguro, el empresario sueco Lars Schmidt, con el que se casó un año más tarde. Hollywood le endulzó el divorcio con un oscar por Anastasia y volvió a aceptarla como uno de los suyos. Nada es para siempre, queridos y queridas.

06 agosto, 2010



Cita en el Café de Rick


Nada en el rodaje de Casablanca hacía presumir que aquella iba a ser una de las películas más famosas de la historia del cine. Los guionistas escribían las secuencias a medida que se rodaban. La estrella femenina, una sueca que rondaba el 1,80 de estatura, obligó a Humphrey Bogart, galán bajito, a caminar sobre plataformas de 13 centímetros. Nadie conocía el final de la historia y la actriz no sabía cuáles eran los sentimientos de su personaje, una mujer entre la lealtad a su marido, héroe de la resistencia, y el amor al cínico Rick Blaine, a quien conoció mientras su Victor estaba en un campo de concentración. «Señor Curtiz, ¿de quién se supone que estoy enamorada, de Victor o de Rick?», preguntaba una despistada Bergman. «En principio, de los dos», respondía el director. «Luego ya veremos». Finalmente, la actriz hizo de la necesidad virtud y reconvirtió la confusión en sutileza interpretativa.


«El Mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos», dice Ilse, dando cuenta de la mudanza en época de desolación. Muchos años después, Andie MacDowell le objeta a su marido en Sexo, mentiras y cintas de vídeo: «¿Cómo quieres hacer el amor con la cantidad de basura que hay en el mundo?». Con el tiempo cambian las preferencias. El dulce abandono amoroso de Bergman es en MacDowell, coetánea de Al Gore, al fin y al cabo, un estricto reproche medioambiental.

Rick es un tipo duro con un dispositivo sentimental oculto. Sabemos por Renault que colaboró con el bando republicano en la guerra civil española y él mismo se denuncia, al recordar el color de la ropa que llevaba Ilse la primera vez que se vieron: «Los alemanes iban de gris y tú ibas vestida de azul». Es el color del vestido de Ingrid Bergman lo que delata la impostada dureza de Rick. Los hombres verdaderamente duros no bailan, Norman Mailer dixit. Tampoco lloran y desde luego no recuerdan cómo iba vestida su novia en el primer encuentro, una sutileza de espíritus sensibles. Muchos años después de conocer a la mujer que sería su esposa, el presidente del Gobierno español recordaba perfectamente cada detalle de su indumentaria: «La primera vez que vi a Sonsoles con ese chubasquero amarillo, El País en la mano, en el hall de la facultad. Cuando la vi y la miré a la cara, dije: “Tengo que hacer lo que sea”».


La mayoría de las mujeres se quejan de que ellos ni siquiera son capaces de apreciar que han ido a la peluquería esa mañana. El secreto del asunto está en la canción que toca al piano Dooley Wilson, el fiel Sam: As time goes by (El tiempo pasará). «You must remember this» (tienes que recordar esto), previene en su letra contra el mal de Alzheimer que acecha a los sentimientos. El recuerdo del pasado es un refugio contra el olvido del presente. El amor se salva en un avión que despega hacia Lisboa. Y en París, que es tanto como decir en ninguna parte.


(El Correo, julio de 2007)

Aviso a los navegantes

Como extensión del aviso publicado al final del comentario del pasado 2 de agosto y al hilo del magnífico comentario de Artanis sobre la presencia de Jim Thompson como actor en 'Adiós, pequeña', he pensado cubrir el secarral de agosto con una serie de 40 artículos 'veraniegos' que publiqué en El Correo en 2007. Llevaban como título genérico 'Tres son multitud' y eran otros tantos retratos de parejas de cine, detrás de las cámaras y delante. Podrían ser un excelente pretexto para que Artanis, Lindo Gatito y Benjamingrullo, entre otros, nos ilustren y diviertan con su extenso anecdotario. Esto no excluye, naturalmente, que se siga comentando la actualidad o que yo cuelgue algún día un comentario porque sí. En breve se colgará el primero. Permanezcan atentos.

Aprovecho el aviso para hacer una aclaración. Mi amigo Arcadi Espada dedicó ayer su blog a una conversación telefónica que mantuvimos a las 9:50, que reprodujo en su totalidad, aunque con un par de licencias: La primera es presentarme como un envidioso de su fácil acceso a las nuevas tecnologías (iPhone 4). Cualquier enterado que haya seguido este asunto menor sabe que él tuvo más tarde que yo el primer iPhone, el iPhone G3 y el iPad, lo que le llevó a encasillarme en ámbito local con el apelativo de "el periodista de Burgos". Tal como recuerdo la conversación, respondí a la buena nueva con una flema no del todo incompatible con mi lugar de nacimiento. Al decirme: "no te oigo, es que estoy hablándote con un iPhone 4 y no se oye nada", le respondí: "Ah, pues podrías usarlo para cascar avellanas".

Otrosí digo: no me reconozco en el resquemor y la profunda desazón con que me retrata, como si yo fuera el protagonista de 'Morgan, un caso clínico'. Una foto como la de la candidata de Zapatero a la Presidencia de la Comunidad de Madrid presentando dos huevos perfectamente fritos en una sartén sin una gota de aceite, pero con un lecho de sal que ella espolvorea sin tiento, me pone de buen humor, me provoca el ánimus jocandi; de ninguna manera me cabrea. No dije por tanto: "Es que esta gente no me deja vivir, coño", ni expresión que se le pareciese ni remotamente. De hecho, son estos momentos los que me reconcilian con el zapaterismo y me hacen admirar su coherencia interna: los huevos fritos sin aceite, la carrera del corredor sin huellas. Y lo de la sal: si el jefe máximo se come el melón con sal, ¿Cómo no entender que sus ministros y ministras cocinen los huevos sobre un lecho de sal común, en lugar de usar aceite? 

Mi querido Arcadi: no caigas en el mismo error que la ministra y pon aceite en la sartén antes de freír huevos. Especialmente si son los míos.